La banda parece que tocó hasta el final en la cubierta un himno de origen episcopal llamado Otoño.

Uno de los seis vigí­as que contemplaba la tranquila noche, Frederick Fleet, dice que no recuerda un mar tan calmado y un cielo tan despejado como el de ese domingo. Hací­a mucho frí­o, pero no se veí­a luna, ni habí­a nubes que ocultaran el cielo estrellado. El Atlántico parecí­a un mar de cristal, cuando Fleet vio de repente algo oscuro enfrente suyo, más negro que la propia noche. Al principio era pequeño, pero cada segundo crecí­a más y más. Rápidamente el vigí­a hizo sonar una campana tres veces, advirtiendo del peligro, mientras levantaba el teléfono para llamar al puesto de mando. Cuando empezaron a sacar a los pasajeros de los camarotes, cada uno se llevaba lo que le parecí­a más importante salvar del naufragio. La mujer de Adolf Dyker llevaba por ejemplo una caja con dos relojes de oro, dos anillos de diamantes, un collar de zafiros y doscientas coronas danesas. Otros como la señorita Edith Russell, preferí­an llevar una especie de mascota como un cerdo de juguete con música, al que tendrí­a especial cariño. Hay quien llevaba los libros que tení­a en la mesilla, como Lawrence Beesley, o un revolver y un compás, como Norman Campbell Chambers. Hubo hasta quien guardó cuatro naranjas bajo su blusa, como el camarero James Johnson. /// José de Segovia nos habla hoy en entrelineas.org sobre " en el artículo "Titanic: El barco que ni Dios podía hundir" ❤ ¿Te parece interesante? Para saber más puedes seguir leyendo en entrelineas.org/revista/el–titanic
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