No se puede experimentar la alegría del perdón sin sentir el peso de la culpa.
Su representación llega al extremo diabólico de escenificar su conducta, en el mismo escenario donde sucedieron los hechos (ahora convertido en Museo del Genocidio), en un teatro de la crueldad inenarrable. Nos adentra así en el horror padecido por aquellos reclusos, utilizando únicamente la palabra y los gestos en unos espacios vacíos, rodeados de informes y viejas fotografías en blanco y negro de los desaparecidos. El resultado no puede ser más aterrador... Vemos como en las antiguas celdas, ahora parajes desolados, los celadores de entonces gritan, golpean, insultan y representan la muerte misma de sus víctimas. Es como si hubiera un extraño mecanismo en su interior, que activado de forma natural, les arrancara la humanidad que se les presupone, para convertirles en auténtica máquinas de matar, sin inmutarse lo más mínimo, ni pararse a explorar las causas. /// José de Segovia nos habla hoy en entrelineas.org sobre " en el artículo "S–21: El terror de los jemeres rojos