Nighthawks (1942), que no sale nunca de Chicago, nos evoca imágenes del cine negro que todavía nos fascinan

La intriga que produce esa escena aislada, un momento de una narración de la que se desconoce lo que precede y lo que pueda suceder después, viene porque congela un instante de un relato cuya trama se nos escapa. Hopper pinta la ausencia con una melancolí­a que recuerda a veces la tristeza de una vida acabada. Es la soledad del artista que acaba la representación, como se ve él a si mismo, con su esposa, en su última obra –Dos cómicos (1966), que podemos ver en la exposición–, o el payaso de Soir bleu (1914) –el cuadro que resume sus primeros años en Parí­s, inspirado por un poema de Rimbaud–. Se ha hablado mucho del silencio de sus pinturas, el vací­o y la incomunicación. Hopper era un hombre alto y callado, de ojos muy claros –como podemos ver en el autorretrato que ha venido a Madrid–. Su mujer, Jo –que fue prácticamente su única modelo–, decí­a que hablarle era a veces como arrojar una piedra a un pozo, sin escuchar el eco del golpe contra el agua. Tiene esa mirada distraí­da, absorta en sus pensamientos, que nos atrae tanto como nos desorienta. /// José de Segovia nos habla hoy en entrelineas.org sobre " en el artículo "La mirada interior de Edward Hopper" ❤ ¿Te parece interesante? Para saber más puedes seguir leyendo en entrelineas.org/revista/edward–hopper


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